Propuestas políticas y sociales
El 19 de marzo de 1812, se promulgó en la asediada ciudad de Cádiz una Constitución que cambiaba conceptos arraigados desde hacía siglos en la sociedad.
El primero y básico fue el capítulo I, artículo 3: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”, o lo que es lo mismo, ya el poder no residía en Dios que delegaba en un ser especial y predestinado que podía hacer lo que le diera la gana “por la gracia de Dios”, sino en el pueblo que era el que delegaba en sus representantes.
Luego, el artículo 4 del mismo capítulo: “La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad, y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”.
A continuación, el capítulo III, artículo 13: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen”.
Finalmente, el título más cándido, voluntarioso y espiritual, capítulo II artículo 6: “El amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles; y asimismo el ser justos y benéficos”. ¡Qué maravilla! La Utopía de Tomás Moro convertida en realidad. Se tenía que amar a la patria, siendo justos y benéficos… obligatoriamente, y por ley. Para colmo, la Nación estaba obligada a proteger mediante “leyes sabias y justas”, la libertad civil, la propiedad y los derechos de los ciudadanos. ¿Puede existir mayor altura cívica, mayor felicidad ciudadana, mayor cariño del gobernante hacia los gobernados?
Cuando nos planteamos elaborar unas propuestas de acción social, cultural, política y económica, dirigidas a las organizaciones políticas que se presentan a las próximas elecciones, el ejemplo de esta modélica e irresoluta Constitución nos apremia. La posibilidad de confeccionar algo políticamente correcto, y de “izquierda” por supuesto, merodeó por encima de nuestras cabezas.
Hacer algo teórico y especulativo es fácil y se queda bien casi con todo el mundo. ¿Quién podría negarse a un salario social para los más desfavorecidos? ¿Quién podría oponerse a una subida digna del salario mínimo? ¿Quién podría rechazar una subida de las pensiones que, al menos, mantuviera el poder adquisitivo de las mismas? ¿Quién se atrevería a decir que no a la recomendación de ser justos y benéficos, amando, además, a la patria?
Además, podríamos incluir en el sofrito -distribuidas convenientemente y repitiéndose en más de una página- las palabras libertad, democracia, justicia, derechos humanos, claridad, anticorrupción y demás vocablos que tan bien suenan en teoría y tan mal cuando es necesaria su aplicación, sobre todo a quienes disfrutan del poder. Y si, como postre, terminamos reivindicando los derechos de las mujeres, el menú puede alcanzar altas cotas de perfección. De teórica, imprecisa, quimérica e irrealizable perfección.
Pero somos gente algo distinta a la que no les importa complicarse la vida. Por ello, creemos que pedir a los políticos profesionales que sean “justos y benéficos”, parece de una ingenuidad más propia de un habitante de la isla de Utopía que de un ciudadano con las vivencias y los conocimientos del siglo XXI.
Ya en el siglo V antes de Cristo, Diógenes de Sinope, el Cínico (coetáneo de Aristóteles) buscaba con un candil a plena luz del día “un hombre honesto”, con nulos resultados. De entonces acá, ¿seguimos buscando hombres honestos a ver si algún día acertamos encontrando a un mirlo blanco? ¿O nos dotamos de leyes que impidan a los deshonestos hacer lo que les dé la gana?
No se trata de encontrar organizaciones políticas formadas por candidatos buenos y honrados arrinconando a las que nos ofrecen candidatos malos y corruptos. ¿Quién es capaz de adivinar antes de unas elecciones si el candidato o la candidata nos van a salir rectos o doblados? Además, esto no va por barrios, va por personas. Por eso, todas las organizaciones humanas contienen su parte positiva y su parte negativa. Si confeccionamos propuestas muy elaboradas y muy teóricas sin tener en cuenta esta realidad, nos encontraremos redactando una especie de Constitución en la que propongamos la felicidad ciudadana y la existencia de políticos justos y benéficos, algo con lo que todo el mundo esté conforme y a la que nadie hace caso.
Son necesarias leyes efectivas, normas realizables y reglamentos de nítida aplicación para impedir que los corruptos e ineptos se apoderen del gobierno y, en caso de que así sea, nos dotemos de los mecanismos imprescindibles para impedirles realizar sus propósitos y condenarles a las penas necesarias y a la restitución de lo sustraído.
Martin Gala de Siracusa