El pueblo de los derechos humanos

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Por Tomás Gutier          

Hoy, 10 de diciembre, hace setenta y dos años de aquel día, recién acabada la segunda guerra mundial, en el que los países miem­­bros de la Organización de las Naciones Unidas proclamaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

          Lejos parece quedar aquella fecha, pero ha marcado (o debería haber marcado) un antes y un después en las relaciones entre los seres que habi­tamos este planeta. Y ello, a pesar de tres datos que no conviene olvidar.

          En primer lugar, y refiriéndonos a nosotros, poco tuvimos que ver en el natalicio. España en esas fechas no era miembro de la ONU. Los aliados gana­dores de la guerra nos habían castigado por apoyar al régimen nazi alemán retiran­do sus embajadores y expulsándonos de la ONU, a la que no se regresaría hasta el 4 de noviembre de 1950. Por lo tanto, nuestros ante­pasados no tuvieron ni arte ni parte en el texto que hoy recor­damos.

          En segundo lugar, la Declaración de los Derechos del Hombre la efectúa una organización con graves carencias democráticas. Recordemos que en la ONU existe derecho de veto, por lo tanto, hubiera sido suficiente que uno de los países grandes: Francia, Inglaterra, Estados Unidos o la entonces Unión de Repúblicas Socia­listas Soviéticas, hubiera dicho no, para que el texto se hubiera quedado encima de la mesa. No fue así, y debemos congratularnos por ello.

          Y, en tercer lugar, a pesar de todo, felicidades aunque han tenido que pasar miles de años de convivencia entre los seres humanos para que, a partir del Código de Hamurabi, lleguemos a proclamar unos “derechos para el hombre”.

A pesar de que la Asamblea General de las Naciones Unidas pidió a todos los Países Miembros que publicaran el texto de la Declaración y dispusieran que fuera «distribuido, expuesto, leído y comentado en las escuelas y otros esta­blecimientos de enseñanza, sin distinción fundada en la condición política de los países o de los territorios», muchos años después, la gran mayoría de la población de este planeta, incluida la que habita en los llamados países del primer mundo, desconoce que posee unos derechos reconocidos universal­mente.

          El texto, de treinta artículos, comienza con un preámbulo que abarca varios considerandos: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo… Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes… Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos…” Muchos considerandos y pocas conside­raciones.

            Y su articulado roza la perfección: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros… Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición… Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona…”

          Y los de las pateras sin enterarse, y los niños soldados sin saberlo, y todos los que sufren en el mundo sin conocerlo. Y los dirigentes, los grandes jefes de gobierno, los progresistas, los salvapatrias, los guardianes del mundo, mirando hacia otro lado.

          Si se piensa, pocos, muy pocos países cumplen actualmente con estos derechos y menos aún en el pasado. Aunque, si lo pensamos detenidamente, puede que exista un pueblo que, sin saberlo, ha hecho de los derechos humanos una de sus características más definidas.

          Hace más de tres mil años, una antigua civilización habitaba en lo que hoy conocemos como Andalucía, se trataba del pueblo tartésico. Nombrado por Home­ro, en la Ora Maritima de Avieno y hasta en la misma Biblia, atesoró una gran cultura y conocimientos que le puso en un estadio mucho más avanzado que el resto de la Península. Su pueblo, en extremo culto y civilizado era enemigo de métodos violentos, humano y carente de egoísmo… hace tres mil años. Mucho después, en la Bética, el cordobés Lucio Anneo Séneca exhorta al hombre a recorrer el camino de la virtud, la compasión y la clemencia. Posteriormente, Al-Andalus es el único lugar donde han convivido en paz las tres principales religiones monoteístas: judíos, musulmanes y cristianos. Ya cercana en el tiempo, la Constitución de Cádiz, pide a los ciudadanos ser “justos y benéficos”, propone la abolición de los señoríos, prohíbe la tortura en el procedi­miento penal y suprime la Inquisición.

Pasan los años -de mil en mil- y el pueblo andaluz, a pesar de tener un pasado de derechos humanos, continúa igual, sin conocer su historia y esencia.

Por ello, bienvenida sea la iniciativa tomada hace setenta y dos años por una serie de países que, con la mayor de las voluntades pusieron en una hoja de papel los derechos que, teóricamente, tenían todos los seres humanos. Enho­rabuena a quienes creen que esos derechos harán posible un mundo mejor. Y felicidades al pueblo que, aunque aún no se haya enterado, podemos denominarle como:

“el pueblo de los derechos humanos”.

Tomás Gutier

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